Prosa de Paula Brunot Garau
Los sabores de mi infancia… Un bocata de chocolate campana al salir de la escuela, o quizá un trozo de pan con aceite y queso curado del mercado. Canelones en navidad, empanadas en semana santa y tortilla de patata en los aniversarios de algún familiar. Los sabores de mi infancia están impregnados con olor a joyas viejas, a misa y a mar. Se acompañan también de arrugas, tinte de peluquería y uñas de porcelana. Son recibidos por oraciones y caricias. A veces, secan las lágrimas de una cría que no se ha acostumbrado aún al sabor de la culpa. En otras ocasiones, son premio de la niña que desea ser buena y ejemplar.
Aún quedan rastros frágiles que me llevan a la infancia perdida. Una pequeña que se atreve a dibujar en el libro de oraciones y que sueña con otra clase de cielo. Los miércoles por la tarde las monjas hablan del paraíso en catequesis. Los sábados por la noche las películas muestran el paraíso prohibido. Unas te enseñan a dioses desnudos, otras te presentan una incógnita. Amor, en ambos casos. Descubro ahora que los sabores de mi infancia están llenos de enamoramiento. Pedro en clase, Dios en misa, Jude Law en la pantalla…
Sabores de pequeños pecados que empiezan a corromper la inocencia. Mentiras que quieren hacer caer los castigos, peleas en el recreo, batallas encarnizadas con mis hermanas, burlas que me ayudan a estar dentro, el odio y la rabia por vuestras estrechas cercas, la ira, la curiosidad… Pecados no tan pequeños, ni tampoco rastro de la inocencia.
Los sabores de mi infancia los recuerdo sobre todo en los largos domingos de la niñez, días que ahora ya no duran tanto. Hoy se han convertido en un puñado de horas planas, de escuchar campanadas y ver a los viejos caminar hacia la Iglesia, viejos que se parecen a vosotros. Y entretanto os contemplo en esos ancianos que andan con sus milenarios bastones de madera y charlan del tiempo y de los nietos, yo, tan solo, resurrección para volver a recibir los lunes. Aunque algo no ha cambiado, el olor a vino. El rastro que nacía en vuestras bocas se ha refugiado ahora en la mía, pues aquí se siente también protegido.
Los veranos de la niñez, que antes duraban años, están repletos de estos sabores. “Cariño, sal del agua. Es hora de merendar, que luego se hace tarde y no cenarás”. Niños jugando en pandilla. Torpeza que la aleja del resto. Risas que acomplejan, que empequeñecen y entristecen. Pero en el agua esta niña no aguanta el frío y sale mientras el resto continúa con los juegos. En la orilla, la madre le espera con una toalla infinita y la pequeña vuelve a respirar tranquila. Ya vuelve a estar a salvo.
En realidad, no eran todos ellos precisamente deliciosos. Los días en que los sabores de mi infancia eran rancios, lo podía oler antes cuando madre preparaba filetes de hígado para comer. Luego, durante toda la tarde, interminable castigo en la mesa, como Jesús postrado en la cruz. Horas escondiendo lentamente aquellos sabores rancios en mis bolsillos. ¡Pobre de aquella cría cuando llevaba vestido!
Extraños sabores me vienen a la memoria también: hormigas, ganchitos rescatados del suelo, arena y sal. Pero los sabores de mi infancia… aunque están todos ellos juntos y mezclados en una cazuela que se cuece a fuego lento entre recuerdos (algunos reales y otros que en realidad no lo son), no los he vuelto a encontrar. Continúan los canelones en navidad, las empanadas en semana santa y la tortilla de patata en los aniversarios… Sin embargo, ya no saben igual. Resulta que nunca hallo esos sabores en ningún lugar, tan solo vulgares reproducciones tan lejanas como hoy lo es la niñez. “¿Dónde están?” Ha sido la pregunta repetida hasta la saciedad. Los he buscado en la casa de vuestros hijos, mojando los labios de vino servido en cáliz por hombre de sotana en solemnes ceremonias, en los reencuentros y, sobre todo, en la misma orilla del mar. Pero como decía, no los hallé en ningún lugar.
Los estuve esperando hasta que perdí el sentido del gusto. Fue entonces cuando comprendí, casi sin vista, oído ni gusto (casi sin vida), que jamás podrían haber regresado.
Los sabores de mi infancia necesitan tus arrugadas manos y el paladar de una niña que ya no existe.