Cuento de Leonardo J. Espinal
—Lo afrontaremos juntos, cariño —murmuró con el corazón en la garganta.
—No entiendo…se supone que es hasta la vejez —lamentó con auténtico dolor mientras sus afligidos ojos se fijaban en las aspas del molesto ventilador de techo—. Esto nos destruirá a los tres —murmuró.
—No digas eso, tú sabes muy bien que siempre estaré junto a ti… ahora más que nunca. —Se lanzó a sus brazos y los dos rompieron a llorar.
El antiguo reloj que reposaba en la oscura sala de nuestra modesta casa de campo, se erguía con gran orgullo a pesar de su deteriorado estado y anunciaba la inminente llegada de la media noche. Mi cuerpo se sacudía y retorcía sin cesar sobre mi firme cama ortopédica, sudando como puerco en plena víspera de navidad mientras mi mente se rehusaba a despertar de una profunda y desgarradora pesadilla, cuando de repente, un hedor tan espantoso, tan horripilante, tan… pútrido asaltó mi pobre sentido del olfato, levantándome de mi efímero descanso en cuestión de segundos. Una vez ya sentado en la orilla de la cama, pude discernir un agudo dolor proveniente de mis rodillas, el cual no le presté mucha atención debido a que mi sudorosa cara no pudo evitar contorsionarse en puro disgusto al experimentar una peste cuyo olor hacía que la fetidez de las mofetas fuese agradable en comparación, y que junto con el pegajoso calor del verano, creaban una dupla de sensaciones totalmente desagradables y agobiantes que aludían a un creciente sentido de desesperación al no tener un solo momento para tomar un descanso de los horrores que me asediaban en una noche ilusoriamente mundana, por lo que me vi obligado a correr las oscuras cortinas para así asomar mi cabeza a través de la ventana y refrescar mi abrumado ser. Pasaban los minutos y la idea de confrontar el origen de ese hedor se hacía más y más desagradable, ya que la ventisca de la noche me proporcionaba una gran paz interna de la cual ni se me cruzaba por la mente separarme, aunque eventualmente iba a tener que afrontar la realidad y encararme con la abominación que se encontraba en algún oscuro rincón de la casa. Tomé un respiro profundo, fijé mis ojos en la espléndida luna llena que iluminaba el cuarto y en el maravilloso cielo nocturno repleto de estrellas que se reflejaban en la oscura superficie de mis ojos, y me dispuse a abandonar la serenidad en la que me encontraba. Cuando di la vuelta, me pareció ver que la silueta de mi esposa, Lucía, no se encontraba descansando en su cama, así que me tropecé a través del cuarto para coger mis lentes ovalados que yacían sobre mi pequeña mesa de noche. Ya con los lentes auxiliando mi visión, fui capaz de comprobar mi preocupación inicial al ver que de hecho, mi esposa no se encontraba en el cuarto, algo muy extraño ya que ella todas las noches cae puntual a las diez y media para obtener sus diez horas de descanso a pesar de tener un sueño que a diferencia del mío, es extremadamente ligero, y por ello se despierta un par de veces a lo largo de la noche; quizás se despertó y bajó a la sala al no poder conciliar el sueño. Hace ya muchos años que decidimos dormir separados, lo cual no fue nada fácil al comienzo porque yo adoraba dormir junto a ella. Logré acostumbrarme con el paso del tiempo, aunque para ser terriblemente honesto… actualmente, aún extraño dormir juntos. Me acerqué a su pulcra cama que servía como contraste con el gran desastre de almohadas y sábanas amontonadas una encima de la otra que caracterizaba a la mía. Me senté en la orilla con gran cautela para no profanar su nitidez y cogí el anillo de bodas que estaba sobre su propia mesa de noche, justo al lado de una reconfortante foto de nuestra juventud como novios, hacía ya más de veinte años. Nos casamos cuando apenas teníamos veintidós años de edad, dos jóvenes increíblemente ingenuos, sin muchas riquezas y oportunidades a su nombre, y que aun así, lograron encontrar su rumbo en la vida con el simple hecho de siempre estar el uno para el otro. No pude evitar quedarme ido en el anillo mientras mi mente recorría el sin fin de memorias que tenía junto a ella, pero fue en ese mismo instante que el detestable hedor regresó para aterrorizar mis sentidos. En ese preciso momento, lo único que pasaba por mi mente era acabar con esa molestia de una vez por todas, así que coloqué el anillo en la mesa, me levanté con decisión, y caminé en dirección a la salida del cuarto. Apenas abrí la puerta me di cuenta que esta estaba muy maltratada, como si hubiese sido cerrada bruscamente en numerosas ocasiones, lo cual causó que la bisagra inferior se saliera de lugar gradualmente. Lo primero que se me cruzó por la mente al ver el estado de la puerta fue que estaba totalmente seguro de que la podía arreglar sin problema alguno, a lo cual mi esposa se opondría vehemente ya que tengo la mala costumbre de siempre querer hacer las cosas por mi cuenta y a mi manera, aunque termine haciéndolas increíblemente mal. ¿Qué puedo decir? Lamentablemente, mi ostentoso orgullo a menudo logra darme ideas erróneas sobre las cosas que puedo y no puedo hacer. Pospuse la idea de arreglar la bisagra para otra ocasión y salí del cuarto, cerrando la puerta con gran cautela, cuando de repente, la esquina de mi ojo derecho logró captar otra cosa fuera de lugar; ningún aspecto sobre esa noche me permitía aferrarme a los hilos más finos de sentido o lógica presentes en mi angustiada mente. Un cuadro con marco de madera estaba boca abajo sobre el suelo, cuando debería estar colgado de la pared adyacente a la puerta. Lo recogí sin mucho preámbulo y lo colgué en la pared. Era un nostálgico retrato de Lucía y yo en nuestras vacaciones veraniegas en Francia, hecho por un artista callejero que nos dio un precio fantástico, lo cual se vio reflejado en el producto final que definitivamente no aspiraba a ser una gran obra maestra, y a pesar de ello tenía un lugar especial en los confines de mi corazón. Ella sale luciendo un elegante vestido color beige, estilado a la perfección, con una boina espléndidamente blanca junto con una delicada rosa del rojo más vivo y apasionante que he visto en mi vida, y el último toque lo daba ella con su maravillosa sonrisa que representaba su vívida persona, y por supuesto, la magnífica torre Eiffel de fondo. Yo me encontraba justo al lado de ella, agarrándole la cintura con gran orgullo, usando un chaleco a rayas y luciendo mi antiguo bigote mientras fumaba un cubano.
— ¿Estás seguro? Yo puedo hacerlo, cariño —dijo gentilmente con matices de auténtica preocupación.
— ¿Pero qué dices? Claro que puedo. —Arrebatándole las llaves de la mano.
— ¿Me lo prometes? Es totalmente normal que se te dificulte-
— ¡Que si puedo! —interrumpió al sentir que se colmaba su paciencia.
—Bueno. —Suspiró con inquietud—. Si tú lo dices…
Mi trance con la pintura fue interrumpido por la molesta reaparición del agonizante hedor que solamente se hizo más fuerte al salir del cuarto, causando que mis pobres ojos se aguaran al ser expuestos a algo que solamente podía ser descripto como aterrador. Me tomé unos segundos para limpiarme las lágrimas de la cara y procedí a caminar por el pasillo hacia las vertiginosas gradas que me llevarían a la sala. Para mi sorpresa, un extraño sentido de soledad recorrió mi cuerpo al ver que las paredes del pasillo estaban repletas de clavos de los cuales deberían colgar muchas otras pinturas o fotos enmarcadas, mas solo quedaban un par de recuadros en los cuales solamente aparecíamos Lucía y yo. Una peculiaridad que solo se hizo aún más extraña y evidente cuando llegué a la sala después de bajar las gradas cuidadosamente, debido a que no sería la primera vez que me tropezara bajándolas. Prendí la luz de la sala para ver que en la rústica mesa de centro, así como en los estantes de madera, nada más quedaban dos imágenes de la misma naturaleza que las del pasillo, ya que en ambas solamente salíamos los dos; una en la playa y otra en nuestro primer apartamento en los suburbios de la ruidosa y asquerosa ciudad. Lúgubremente, Lucía tampoco se encontraba en la sala, entonces procedí a apagar la luz después de uno segundos ya que odiaba el hecho de que el estridente ventilador de techo se encendía con el mismo interruptor de la luz, y no era posible encender uno sin apagar el otro, algo que siempre me había causado grandes molestias, en especial durante invierno, por obvias razones. En medio de la incómoda oscuridad, empecé a sentir una creciente sensación de ansiedad que me comía de adentro hacia afuera, debido al desconocido paradero de mi esposa y la omnipresente putrefacción que se rehusaba a darme un solo segundo para tomar un respiro de todos los tormentos que llovían sobre mí a lo largo de esa angustiosa noche, la cual me hacía querer romper en llanto desconsolado en medio de la sala, para quedarme ahí hasta el amanecer, y así evitar confrontar un oscuro presentimiento que se hacía más y más inevitable a medida que exploraba la casa. A pesar de todo eso, fui capaz de aferrarme a los últimos endebles pilares de valor presentes en mi corazón para seguir adelante, así que giré a la izquierda en dirección a la cocina, usando la luz de la luna que entraba por las ventanas como único sentido de orientación, e inmediatamente noté que la puerta del sótano estaba entre abierta y que la luz estaba encendida, debido a que esta pasaba a través del pequeño espacio entre la puerta mal cerrada y el marco. Lucía tenía que estar ahí abajo, aunque no podía siquiera entender su razón de estar en el sótano a estas horas de la noche. Ya nada tenía sentido, todo sobre el lugar que alguna vez llamé hogar, se había convertido en algo perturbadamente extraño e irreconocible, y aun así todas las extrañezas conservaban un minúsculo sentido de familiaridad que no podía ver con mis ojos, oler con mi nariz, escuchar con mis oídos, o incluso tocar con mis manos, pero de alguna manera sabía que estaba ahí; una sensación verdaderamente inexplicable. Llegué a la intimidante puerta que guiaba al sótano, la cual abrí con gran vacilación y eventualmente me dispuse a bajar por las crujientes gradas de madera. Apenas di mi primer paso sobre ellas, el pútrido hedor se apoderó de mi cuerpo en un abrir y cerrar de ojos, haciendo que me fuese imposible mantenerme de pie, por ende, terminé apoyándome sobre la pared por un par de minutos.
— ¿Tomaste tus medicamentos? —preguntó ingenuamente.
—No —murmuró en un tono tan bajo que ni el mismo fue capaz de escucharse.
— ¿Cariño? —insistió.
—No —dijo sin rastro alguno de emoción.
— ¿Es enserio? Tienes que tomártelos a diario, de lo contrario solo vas a empeorar —respondió con contrariedad.
—Los detesto…los maldigo — replicó, a medida que su tono de voz se elevaba con el pasar de los segundos—. Odio sentirme sedado todo el tiempo, ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí normal, maldita sea —clamó mientras clavaba sus enfurecidos ojos en ella.
—Pues claro ¡¿Cómo piensas mejorar si siempre andas de terco y no tomas tus medicamentos?! —argumentó, regresándole la mirada.
— ¡No me importa! —Tomándose un segundo para respirar— ¡No tienes idea cómo detesto sentirme drogado cada segundo de mis días!” —alegó sin echarse atrás.
— ¡¿Acaso no te entra en la cabeza el hecho de que ahora las cosas no solo tratan de ti?! —reclamó con auténtico furor—. Tenemos más de cuarenta años y vamos a tener nuestro primer hijo ¿Acaso no puedes pensar en eso? ¡Quizás podrías si dejarás de ser tan egoísta! —Prosiguió a medida que la palpable discordia de su discusión engordaba con cada palabra que salía de sus venenosas bocas.
— ¿Egoísta yo? — Preguntó con ironía—. ¡¿Tanto te cuesta demostrar una pizca de simpatía por mí?! —Exclamó sin despegar sus ojos de ella.
—Ten cuidado…vas muy rápido y no te estás fijando-
— ¡Me rehúso a seguir tomando esos medicamentos! —interrumpió sin saber que esta lamentable pelea se convertiría en una cruel sombra que lo perseguiría por toda la eternidad hasta el final de sus días…hasta al mismísimo cielo, hasta el lúgubre infierno, o incluso hasta una vida futura si llegase a reencarnar en carne y hueso, pues sus ojos fueron iluminados por un par de luces segadoras que terminarían separándolos por el resto de sus vidas.
La idea de darme la vuelta y salir corriendo se hacía cada vez más tentadora, pero ya estaba demasiado cerca, suficientemente cerca para que la única vía lógica fuese seguir. Comencé el arduo descenso hasta el sótano, el cual se me hizo incomprensiblemente eterno al sentir que con cada vacilante paso que daba se agregaban dos gradas más, alterando mí ya distorsionada percepción de la realidad, como si estuviese en proceso de adentrarme a un mundo totalmente aberrante y despiadado. No importaba cuán profundo tratase de respirar, mis pulmones se sentían inquietantemente vacíos, lo cual plantó una semilla tóxica de temor y desesperación en los rincones más oscuros de mi mente, floreciendo con la forma de una flor ilusoriamente inofensiva, cuyo polen atraería cada uno de mis temores más sinceros y profundos como abejas en víspera de primavera. Un agonizante cóctel de sensaciones que subsecuentemente elevaron el latido de mi corazón a un ritmo verdaderamente inmensurable, entretanto mis piernas empezaban a temblar y a tomar voluntad propia, queriendo salir de ahí mientras siguiera teniendo la oportunidad, pero después de unos eternos y dolorosos segundos, por fin llegué al desdichado sótano. Era un espacio claustrofóbico y espantosamente sombrío con paredes raídas debido al incesante paso del tiempo, y con puntos extremadamente fríos a pesar de estar en pleno verano. Sentí un intenso escalofrío recorrer la plenitud de mi tremulante cuerpo al ver una bolsa mortuoria en el centro del lugar, respirando de manera lenta y estable, como si contuviera a una persona con vida. Justo al lado de la bolsa, yacían múltiples cajas de pastillas que se me hacían extremadamente familiares, tan peculiarmente familiares que instintivamente comencé a acercarme con pasos cortos y titubeantes, hasta que finalmente me encontré justo en frente de la bolsa y las pastillas, sintiendo cómo mi corazón deseaba perforar un agujero a través de mi pecho y caer muerto frente a mí. Me arrodillé en frente de la bolsa, no por decisión propia, sino por el simple hecho de que mis piernas se rindieron ante ella. Cogí una de las cajas y leí la inscripción, ‘Inhibidor de colinesterasa’. Tan solo unos momentos después de leer esas palabras, la bolsa dejó de respirar y lanzó un grito desgarrador que me partió el alma en dos e inundó los confines de mi ser con las memorias extraviadas del accidente, repletas de culpa… abominable, aterradora, y sobre todo pútrida culpa que me privó del aire de mis pulmones y del latido de mi corazón por un instante en el cual experimenté la muerte en vida. Me lancé encima de la bolsa y procedí a abrirla con manos heladas, desesperadas, y culpables para descubrir todos los cuadros y todas las fotos que alguna vez decoraron la sala y los pasillos de la casa. Imágenes en las que solamente aparecía Lucía, imágenes en las que yo no aparecía a su lado, imágenes que me regresaban a la tenebrosa realidad en la cual mi esposa y nuestro futuro hijo no se encuentran en mi vida. Y todo por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Cerré el zíper de la bolsa y salí corriendo de ese perverso sótano, escapando de las memorias y especialmente escapando de la aterradora realidad que tanto me esforcé en olvidar. Un olvido en el que mi corroedora demencia precoz actuó como gran y único cómplice. Corrí y corrí, abrí la puerta del sótano sin siquiera tomarme la molestia de cerrarla, me tropecé y caí de rodillas en las vertiginosas gradas, pero me levanté como si mi vida dependiera de ello y seguí corriendo hasta el cuarto. Tiré la puerta de una manera tan excesivamente brusca que la bisagra inferior terminó zafándose por completo, y las paredes adyacentes se sacudieron de tal manera que el preciado cuadro de nuestro viaje a Francia se desplomó por los suelos mientras mi tormentosa cabeza daba vueltas sin cesar como un devastador tornado, dejando los sutiles rastros de un ciclo repetitivo de destrucción y sufrimiento por toda la casa hasta que eventualmente perdí toda noción del tiempo. Caí exhausto sobre mi cama ortopédica, donde reposé por horas a medida que mis sueños navegaban sin cesar a través de la tempestad mental con esperanzas de obtener un necesario descanso después de sufrir una experiencia tan endemoniadamente traumática, entretanto mis temores más profundos se aprovechaban de mi abatido estado físico y mental para salir de los rincones más oscuros y traicioneros de mi subconsciente para aterrorizar mi descanso con la desgarradora pesadilla que me persigue día y noche, cuando de repente, un hedor tan espantoso, tan horripilante, tan… pútrido asaltó mi pobre sentido del olfato.
Bio del autor
Mi nombre es Leonardo Josué Espinal y nací en Honduras el 30 de noviembre de 1999. Escribí mi primera novela fantástica entre los 15 y 17 años, e irónicamente, no tenía la más mínima idea de qué estudiar o hacer con mi vida cuando me gradué del colegio en 2018.
Afortunadamente, mis notas y honores me otorgaron una beca para estudiar en Taiwán. Una oportunidad que cambiaría mi vida al descubrir que mis talentos y ambiciones yacían en el mundo de la literatura, lo cual debió ser aparente después de redactar una novela completa en medio de mi adolescencia, pero la iluminación llega de las maneras más curiosas y extrañas.